El silencio me
envuelve al entrar en ese lúgubre pasillo.
Un laberinto de
paredes cálidas y ambiente frío. Puertas gemelas se cogen de la mano, con la
única diferencia de los números que descansan sobre ellas a modo de sombrero.
Escasos bancos abrigan la estancia ...
En la planta
superior de la facultad de ciencias de la comunicación existe un lugar en el
que el miedo y la soledad se apoderan de los alumnos.
Un lugar intimidante
que invita a los lloros y desconsuelos. Un lugar en el que eco es el principal
protagonista, alertando al alumno de la llegada de su sentencia.
El pulso se acelera
y la mirada se pierde, en un intento por querer aligerar la llegada del
mandatorio de aquel reino que se oculta tras una de las puertas. Una mirada que
busca la imagen que espera con ansia pero que a la vez teme.
Muchos de los alumnos
que visitan aquel lugar no desean volver a hacerlo. Correcciones de exámenes e
intentos de subidas de notas priman en aquel lugar, provocando ese estado de
nerviosismo y esperanza en aquellos que tienen valor para subir a esa segunda
planta.
El alumno se pierde
en aquel laberinto en su intento por buscar la puerta correcta y, una vez
encontrada, llama con recelo y timidez mostrando una actitud sumisa, con la
sola finalidad de recordarse a sí mismo su cometido; intentar caer en gracia al
profesor del que depende su nota.
Pocos, muy pocos
son los alumnos que tienen el valor suficiente de reclamar desde su verdadera
personalidad, sin hacer uso de las máscaras que muchos se crean en pos de
conseguir su fin: Aprobar la asignatura.
María Aguilar Cuenca
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